El peso de la nostalgia

Hay días en los que la nostalgia no llega como una ráfaga, sino como una llovizna fina que se infiltra en los huesos. Es traicionera: empieza con algo pequeño, casi invisible. El olor del pan recién horneado que sale de una panadería que nunca habías visto antes. Un acento familiar en la voz de un desconocido. Una canción en la radio que alguna vez sonó en la sala de tu casa, cuando la vida parecía tan distinta que casi no la reconoces como tuya.

La nostalgia tiene mala fama. Se la acusa de ser una pérdida de tiempo, una tendencia a mirar hacia atrás con ojos empañados, como si uno viviera en un museo de emociones donde todo está etiquetado con la palabra antes. Pero hay algo en ella que nos da forma, que nos ancla. Quizá no sea un enemigo, sino una evidencia de que el tiempo nos atraviesa como un río, y que cada tanto necesitamos volver a tocar la orilla de donde partimos para no olvidar quiénes somos.

El inventario de las ausencias

No siempre lo notamos, pero todos llevamos un inventario silencioso de cosas que ya no están. Lugares, personas, momentos, hasta versiones de nosotros mismos que se han ido quedando en el camino. Yo, por ejemplo, sigo recordando el timbre de la bicicleta que tenía a los ocho años. No sé dónde terminó esa bicicleta —tal vez oxidándose en algún patio ajeno—, pero en mi memoria sigue intacta, estacionada junto al recuerdo de una tarde de verano en la que aprendí a andar sin rueditas auxiliares.

El problema con la nostalgia es que no avisa. Se cuela en la rutina más gris y la convierte en un álbum de fotos abierto a la mitad. Caminas al trabajo y, de pronto, el olor a tierra mojada te lleva directo a los aguaceros de tu infancia, cuando te metías a la casa corriendo, con la ropa empapada y tu madre te envolvía en una toalla enorme, riéndose de tu torpeza. El presente sigue ahí, claro, pero ahora está acompañado de una película muda que solo tú puedes ver.

Algunos dicen que recordar demasiado es una forma de tristeza. Que es mejor cerrar las puertas del pasado y concentrarse en lo que viene. Pero ¿no es también una especie de riqueza poder habitar esos momentos otra vez, aunque sea unos segundos? Como si la memoria fuera un país al que siempre puedes regresar sin necesidad de pasaporte.

Las ciudades que dejamos atrás

Hay ciudades que viven en nosotros aunque ya no podamos nombrar sus calles. El barrio donde crecimos, por ejemplo. O esa ciudad universitaria que olía a café barato y libros usados, donde uno creía que la vida adulta estaba a punto de empezar en cualquier momento.

Las ciudades tienen memoria. No lo digo de manera poética: la tienen de verdad. Cada edificio derrumbado, cada árbol talado, cada tienda cerrada es un recordatorio de que el tiempo también hace urbanismo. Hace poco regresé a una ciudad que no visitaba desde hacía diez años. Creía que la reconocería, pero fue como encontrarse con un amigo de la infancia que ahora habla con acento extranjero. El cine donde vi mi primera película ya no estaba; en su lugar había una cadena de farmacias. La plaza donde comprábamos helado había sido remodelada, más moderna, más limpia, pero sin la fuente en la que tantas veces tiramos monedas pidiendo deseos ridículos.

La nostalgia en esos momentos es doble: extrañas la ciudad y, al mismo tiempo, a la persona que eras cuando la habitabas. Porque parte del peso de la nostalgia es entender que uno también es un territorio en constante demolición y construcción.

El peligro de idealizar

Claro, la nostalgia tiene sus trampas. Suele editar el pasado con una habilidad digna de un cineasta: recorta lo que dolía, ilumina lo que fue hermoso, pone banda sonora a escenas que en su momento eran puro silencio. No es que mienta, exactamente, pero sí que embellece.

Recordamos aquella relación amorosa como si hubiera sido perfecta, olvidando las discusiones, las dudas, los silencios incómodos. Recordamos la infancia como un edén, sin las tareas interminables o las fiebres nocturnas. El pasado, visto desde lejos, tiene la suavidad de una fotografía antigua: todo parece más cálido, más simple, más nuestro.

Por eso la nostalgia puede ser peligrosa. Porque nos hace creer que cualquier tiempo pasado fue mejor y nos empuja a despreciar el presente, como si este no fuera, también, un día destinado a convertirse en recuerdo.

Pequeñas arqueologías

Tal vez la nostalgia sea una especie de arqueología íntima. Cavamos en la memoria para encontrar fragmentos de algo que ya no existe, pero que todavía tiene forma suficiente para contarnos quiénes fuimos. Un olor, un sabor, una textura: todos son fósiles de un tiempo personal.

Hace poco encontré en un cajón un boleto de cine de 2011. Ni siquiera era una película especial, pero ahí estaba, con su papel amarillento y la tinta casi borrada. Lo guardé de nuevo, como quien guarda una reliquia. No por la película en sí, sino por lo que evocaba: la tarde libre, la compañía, el cine casi vacío. La nostalgia convierte objetos triviales en monumentos privados.

El presente como futuro recuerdo

Quizá la enseñanza más extraña de la nostalgia es esta: mientras vivimos, estamos fabricando recuerdos futuros. La conversación que tenemos hoy, el café que bebemos sin pensar demasiado, la canción que suena de fondo mientras escribimos un correo cualquiera… todo eso podría convertirse, dentro de unos años, en material nostálgico.

Es inquietante pensarlo así, porque nos obliga a mirar el presente con otros ojos. A entender que lo que hoy parece rutinario podría ser, en el futuro, lo que más extrañemos. Quizá por eso la gente toma tantas fotos: para asegurarse de tener pruebas cuando la memoria empiece a construir su propia versión editada de los hechos.

La nostalgia compartida

Hay también una nostalgia colectiva. Generaciones enteras que extrañan cosas que ya no existen: programas de televisión, modismos, maneras de comunicarse. Mis padres, por ejemplo, todavía hablan con cariño de las cartas escritas a mano, de esperar semanas por una respuesta. Yo, en cambio, siento una nostalgia prestada por los videoclubs, aunque apenas los alcancé a conocer: ese ritual de caminar entre estantes, elegir una película por la carátula, pagar con monedas.

La nostalgia compartida une a la gente. Es como un idioma secreto donde las palabras son lugares, canciones, costumbres. Una especie de patria emocional que no aparece en los mapas.

El alivio de mirar atrás

Al final, quizá la nostalgia no sea solo una carga. Puede ser un refugio, un recordatorio de que hemos vivido. El poeta Czesław Miłosz decía que la memoria es nuestra manera de vencer al tiempo, aunque sea por un instante. Y quizá tenía razón: cada vez que recordamos, rescatamos algo del naufragio inevitable del olvido.

No se trata de vivir anclados en el pasado, sino de reconocer que la vida está hecha de capas, y que mirar atrás no siempre es rendirse a la melancolía. A veces es solo una forma de agradecer.

Epílogo: el peso y la levedad

Hoy, mientras escribo esto, suena en la radio una canción que escuchaba en la preparatoria. La letra habla de amores adolescentes y promesas imposibles. Sonrío, no porque quiera volver a ese tiempo —nadie en su sano juicio querría revivir la preparatoria—, sino porque por un segundo puedo habitarlo otra vez.

El peso de la nostalgia es, al mismo tiempo, su levedad. Nos recuerda todo lo que ya no está, sí, pero también todo lo que alguna vez tuvimos. Y en ese recordatorio hay una especie de consuelo: si el pasado duele es porque estuvo lleno de vida.

Quizá, después de todo, la nostalgia no es una cadena, sino una brújula que nos dice por qué caminos hemos andado. Y gracias a eso, tal vez, sepamos un poco mejor hacia dónde queremos ir.

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