Ni aquí, ni allá

La atemporalidad es un mito.

Hace varios fines de semana, decidí volver a ver la película Ya no estoy aquí, la cual se estrenó en 2019. Ya la había visto antes, en otro contexto, con otra mirada. Esta vez, mi entendimiento del protagonista, Ulises, llegó a un nivel más profundo de lo que jamás pudiese haber imaginado. Hay una escena en particular que se quedó mucho conmigo: Ulises, solo, lejos de casa, vestido de otro tiempo, intentando bailar al ritmo de una ciudad que no entiende y que no es suya. No soy él. Mi historia está atravesada por privilegios que Ulises nunca tuvo. Sin embargo, ese silencio incómodo, ese desajuste entre cuerpo y entorno, ese intento de aferrarse a algo que ya no encaja… lo reconozco. 

Ya llevo tres años viviendo fuera, dos de ellos en Nueva York. Cada vez que regreso a Monterrey, algo me desconcierta. Uno espera cambiar– espera que los años en el extranjero, los inviernos sin calor y sin sol, y los nuevos códigos sociales, le vayan cambiando la piel. Pero lo que nadie espera es que los lugares y las personas que dejaron atrás también cambien. Y que cuando regresen, no solo sea uno quien ya no cabe. Monterrey siempre parece quedarse quieta cuando me voy, como si la pudiera guardar en pausa. Pero cada vez que vuelvo, algo se ha movido; y me doy cuenta que fui yo el que se quedó atrás.

El cambio más difícil de aceptar no es el propio, sino el ajeno. El cambio propio, por más miedo que de, se espera– al irme, lo que más anticipé fue el desajuste cultural, el proceso de adaptación, los nuevos acentos, e incluso el extrañamiento del lugar del cual ya me urgía alejarme. En mi mente, mi precioso hogar fue de convertirse en algo cotidiano a un safe space– un santuario al cual siempre podría regresar y refugiarme de los desafíos de mi nueva vida. Lo que no anticipé fue que la vida que dejé atrás también seguiría adelante. Que mis amig@s tendrían nuevos chistes internos que no me incluyen. Que a mi restaurante favorito le cambien el nombre y el menú. Que mi mamá tenga chisme nuevo de cosas que no comprendo y gente que de seguro conocía, pero ya no recuerdo. Siento una traición silenciosa: que la vida que yo haya llegado a considerar como mi respaldo cómodo no se haya detenido a esperarme. Casi parece que los ladrillos de mi memoria decidieron autodemolerse y rehacerse en uno de los cinco mil rascacielos nuevos que plagan el skyline de Monterrey.

Regresar se vuelve entonces un ejercicio de duelo. No por lo que se perdió, sino por lo que se transformó mientras no miraba. A veces parece que la ciudad ya no me reconoce, y lo peor: yo tampoco a ella. Nos miramos desde lejos, como a través de un vidrio templado: con forma, con reflejo, pero sin detalle y nitidez.

Sin embargo, tampoco termino de encajar en mi nuevo hogar: la gran manzana. Nueva York me ha dado mucho: un cambio de rutina, amistades llenas de amor, y espacios donde puedo ser yo sin tener que preocuparme por “mi imagen”. Pero por más que me acostumbro a la vida en la metrópoli– y por más que me convierta neoyorquino con el pasar del tiempo– hay momentos que me recuerdan que no es mi hogar. Pequeños recordatorios que se cuelan en referencias culturales que no entiendo, conversaciones sobre la política local, y hasta las veces que de repente se me sale el acento mexicano y me percato de que no puedo pronunciar bien la palabra “thoroughly”.

No soy de allá. Y en esos momentos, siento el pesar de mis decisiones sobre mis hombros. Recuerdo que sacrifiqué mis relaciones, mi vida, y hasta mi propia salud mental para poder restablecerme en un lugar donde siempre seré un ciudadano de segunda. Decidí ser no del todo aquí, pero no del todo allá. Aunque tenga mis lugares, mis personas, y un buen conocimiento de mi nuevo hogar, hay una parte de mi que sigue operando desde la traducción. Como si todo en mí, desde el idioma hasta las maneras de ser y actuar, tuvieran que adaptarse para no incomodar.

Hay una tristeza particular en darte cuenta de que ya no puedes volver a los lugares que te formaron, no porque estén lejos, sino porque ya no existen. Hay amigos a los que quiero, pero con quienes ya no tengo nada qué decir. No porque haya rencor, sino porque ya no compartimos el mismo idioma, aunque hablemos igual. Intentamos regresar a las bromas de siempre, pero se sienten dobladas, como si estuviéramos actuando versiones de nosotros mismos que ya no nos quedan. A veces la conversación gira, gira y gira, pero parece nunca encontrarnos. Para consolarme, intento visitar los restaurantes que frecuentaba en la prepa, y recrear la vibra de salir con amigos al Apetit de Plaza Nativa durante la hora de recreo, o al Sra. Tanaka los fines de semana, o por elotes a la Huasteca cuando se nos pegara el antojo. Pero la comida no sabe igual, y la atmósfera se siente… diferente. Nada de eso dolería tanto si uno no se aferrara a la idea de que lo que dejamos atrás permanece intacto, esperándonos. Pero Monterrey siguió adelante sin mí. Y aunque yo también he cambiado, hay algo devastador en que la ciudad no se haya detenido ni un segundo.

Recordando esos momentos, pienso en Ulises, y en todo lo que quiso sostener cuando ya no tenía dónde anclarlo. En cómo bailaba para no olvidarse de sí mismo. A veces yo también bailo por las calles de Nueva York como si estuviera interpretando a un personaje que fui, intentando reinsertarme en una historia que ya no se está contando.

No pertenecer del todo a ningún sitio es mucho más cansado de lo que parece. Vivir entre ciudades es también vivir entre versiones de uno mismo: la que fui, la que otros recuerdan, y la que estoy intentando construir. A veces quisiera quedarme quieto y poder pertenecer sin esfuerzo, poder hablar sin traducirme, pero ya no sé si eso es posible.

He aprendido que uno no regresa. Sólo llega otra vez, con otra piel. Y a veces, eso basta. A veces, no. Tal vez nunca vuelva a tener una casa que se sienta mía. Pero he aprendido a habitar ese espacio liminal entre lugares como si fuera propio. Aunque duela. Aunque no dure.

Ni aquí, ni allá. Pero sigo andando, con otra piel. Una que aún no sé si me queda.

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El duelo de los ‘yoes’ pasados