El duelo de los ‘yoes’ pasados
Hay duelos silenciosos que rara vez aprendemos a nombrar: no el de quienes se van, sino el de quienes fuimos alguna vez. Una mudanza, una ruptura, un nuevo trabajo, cada etapa que termina arrastra consigo una versión de uno mismo que ya no volverá. La psicología lo llama “identidad narrativa”: el relato con el que sostenemos la ilusión de continuidad del yo. Pero, ¿qué pasa con las partes que quedan fuera de la historia? ¿Qué hacer con los fragmentos que ya no encajan en el presente, pero siguen habitando el cuerpo como cicatrices invisibles? Crecer, lo sospecho, es aprender a despedirse de uno mismo muchas veces.
La ilusión de la continuidad
La identidad suele imaginarse como una línea recta, un hilo que conecta infancia, adolescencia y adultez con cierta lógica narrativa. La vida se cuenta en pasado, presente y futuro como si existiera un personaje estable que permanece intacto a lo largo del tiempo. Sin embargo, esa línea, al observarla de cerca, está llena de quiebres. Con cada nuevo comienzo, con cada final inesperado, hay versiones enteras del yo que se quedan atrás.
No desaparecen de inmediato. Persiste un eco, un gesto automático, una canción que aún se sabe de memoria aunque ya no se escuche. A veces, incluso años después, algo activa esas huellas: un olor, un paisaje, un rostro. De pronto aparece una reacción que ya no corresponde al presente, como si un yo antiguo se despertara momentáneamente.
El filósofo Paul Ricoeur habló de la identidad como relato: somos narradores de nosotros mismos. Sin embargo, narrar implica siempre elegir: se incluyen algunos episodios y se dejan fuera otros. El duelo de los yoes pasados comienza en ese acto de exclusión. Las versiones descartadas —la adolescente ingenua, la que soñó un futuro distinto, la que amó con intensidad desbordada— se convierten en fantasmas internos. No forman parte del relato actual, pero siguen presentes como murmullos que a veces interrumpen nuestra historia.
A menudo, esas partes quedan suspendidas en un limbo narrativo: demasiado antiguas para reconocerse como vigentes, pero demasiado vivas para olvidarse por completo. No encajan con la imagen que hoy se quiere proyectar (quizás alguien más madura, más lógica, más segura), y sin embargo, se cuelan en momentos de vulnerabilidad, se manifiestan en decisiones emocionales o en nostalgias que no tienen explicación racional.
El cuerpo como archivo
En The Body Keeps the Score, Bessel van der Kolk explica que el cuerpo guarda registros que la mente a menudo borra. Experiencias intensas como traumas, pérdidas, quiebres vitales, se inscriben en músculos, tensiones, respiración. Aunque la narrativa consciente decida pasar página, el cuerpo insiste en recordar.
Un cambio de tono en la voz, un gesto de defensa, un modo de relacionarse: todos ellos pueden ser residuos de un yo pasado que ya no existe en el presente, pero que sigue reclamando espacio. A veces, incluso el lenguaje corporal se mantiene fiel a una etapa que ya fue superada mentalmente.
Por eso, ciertos yoes antiguos permanecen, merodean en la sombra, dirigen acciones y pensamientos sin anunciarse. No son errores ni ruinas, sino huellas de una vida que cumplió un propósito. Negarlos solo los vuelve más persistentes; reconocerlos permite integrarlos como parte de la historia mayor. Habitar el cuerpo con conciencia, entonces, se vuelve una forma de reconciliación, una manera de sentarse con quienes fuimos, sin urgencia de borrarlos, pero con la voluntad de darles un lugar respetado.
La teoría de las partes
La psicología contemporánea ha explorado esta multiplicidad del yo desde distintas perspectivas. El modelo de Internal Family Systems (IFS), desarrollado por Richard Schwartz, plantea que dentro de cada persona conviven múltiples “partes”; algunas protectoras, otras vulnerables, otras heridas, otras sabias. No se trata de patologías, sino de la condición humana misma: nadie es un yo único e indivisible, sino una comunidad interna.
Estas partes interactúan entre sí constantemente. Se organizan, negocian, a veces se contradicen. En momentos de dolor o peligro, ciertas partes asumen roles de defensa: intentan controlar, bloquear, planear. Son los llamados “managers”, protectores que buscan evitar el sufrimiento anticipando riesgos o suprimiendo emociones. Cuando estos esfuerzos fallan, aparecen los “firefighters”: partes impulsivas que tratan de apagar el dolor rápidamente, incluso si eso implica reacciones extremas. Y en el fondo, existen los “exiliados”: partes profundamente heridas que fueron relegadas por el sistema interno como medida de protección.
Lo notable de este modelo no es solo su claridad estructural, sino su compasión. Ninguna parte es “mala”, todas surgieron para proteger, adaptarse o sobrevivir. Incluso aquellas que hoy parecen desfasadas —la que se calla para evitar conflicto, la que no confía, la que se apega demasiado rápido— alguna vez tuvieron sentido.
Cuando se habla de duelar a los yoes pasados, en realidad se habla de reconocer esas partes, agradecer lo que aportaron, y permitir que cedan su lugar cuando ya no cumplen una función. La versión que alguna vez necesitó protegerse con dureza, la que eligió el silencio como estrategia de supervivencia, todas ellas cumplieron un papel. Aceptar su partida no significa negar su existencia, sino reconocer que abrieron camino para otros modos de ser.
Extrañar(se)
Reconciliarse con el presente implica, a veces, mirar hacia atrás y extrañar partes de uno mismo. No todas las versiones que se han dejado atrás lo fueron por voluntad propia. Algunas se disolvieron lentamente; otras se abandonaron para sobrevivir. No siempre se trató de una evolución consciente.
Hay días en los que se extraña la ingenuidad de la adolescencia, incluso si estaba envuelta en confusión. La intensidad de los primeros amores, aunque dolieran. La versión que creía que todo era posible, que aún no había sido templada por la experiencia y la realidad. En esos momentos, el presente no basta con afirmarse, necesita también reconciliarse con su pasado.
¿Qué se le diría a la versión de los quince años, la que todavía no sabía todo lo que vendría? ¿Cómo se abrazaría a la niña de seis, la que miraba el mundo con asombro sin saber que un día se iba a despedir de él en fragmentos? No hay un lenguaje exacto para ese diálogo interior, pero el intento en sí ya transforma. Nombrar a esas versiones, honrarlas, recordar lo que sintieron, es una forma de cerrar los círculos que nunca tuvieron despedida.
Aceptar la pérdida de esas versiones implica un duelo real, aunque silencioso. No hay funerales para los yoes que se van. Su partida se procesa en pausas largas, en conversaciones interiores, en la extraña nostalgia de reconocerse distinto. Y, sin embargo, ese duelo abre la posibilidad de florecer de nuevo. Al soltar la carga de lo que ya no existe, se habilita la creación de un yo renovado.
Convivir con los ecos
El duelo de los yoes pasados no termina nunca del todo. Siempre habrá un eco, una nostalgia súbita. Pero aprender a convivir con esos ecos es aprender también a habitarse con paciencia y compasión. No se trata de exigir coherencia total, sino de aceptar que la identidad está hecha de fragmentos, de capas, de contradicciones.
Con el paso del tiempo, nuevos yoes seguirán emergiendo: el de quien aprende a cuidar, no solo a otros, sino también a sí mismo. El de quien se permite vivir el amor con más calma, o se descubre eligiendo la soledad. El de quien vuelve a empezar sin saber del todo cómo, en otra ciudad, con otras palabras, con otros deseos.
Y si en el pasado hubo versiones que dolió dejar atrás, en el futuro habrá versiones que costará soltar. Quizás ese sea el verdadero hilo conductor: no la coherencia, no la estabilidad, sino la voluntad de acompañarse con honestidad a través del cambio.
Crecer, al final, no es volverse alguien nuevo de la nada, sino integrar todos esos yoes en una sinfonía compleja. Los pasados, los presentes y los que aún no existen. La vida se compone de partes que mueren y partes que nacen. Y quizás la mayor sabiduría sea reconocer que cada despedida abre espacio para una versión distinta de nosotros mismos, tan verdadera como las que la precedieron.