A los niños no les puede gustar el rosa
Recuerdo que una vez, cuando era niño, alguien me dijo que a los niños no les puede gustar el rosa. No lo dijeron con crueldad, sino con la naturalidad con la que se repiten los estereotipos y las reglas no escritas. En ese entonces, estaba en primaria– creo haber tenido unos ocho, tal vez nueve años. No respondí. Sólo lo guardé. Como si mi cuerpo, en vez de rebatir o buscar un porqué, hubiese entendido que había colores que debían dejar de gustarme, juguetes con los que no debía jugar, y manierismos que no podía tener.
No era sólo el rosa. Eran los abrazos demasiado largos, los lloriqueos y los berrinches, y los juegos tranquilos. Todo lo que no oliera a velocidad, competencia o brusquedad. La masculinidad se enseñaba por eliminación: no esto, no aquello. Aprendí que ser niño era una especie de entrenamiento para resistir la suavidad. Y como a muchos, la lección se me quedó en la piel.
Hay recuerdos que el cuerpo nunca olvida, aunque la mente no los busque. Tengo una marca pequeña en la frente que me hice corriendo en el área de los trampolines de la sucursal vieja de los Tacos del Julio, y cada vez que la miro en el espejo y la toco, mi dedo acaricia una versión de mí que aún no sabía lo que debía ocultar. Esa pequeña cicatriz es archivo: una herida que no dolió tanto como otras, pero que quedó inscrita en la piel. Lo mismo pasa con tantas otras cosas– no visibles, no evidentes– que el cuerpo guarda como registros de su domesticación.
El cuerpo, al final, aprende a traducir los mandatos sociales. Endurece el rostro, acorta los abrazos, aguanta el llanto. Aprende a no cruzar las piernas “así”, a evitar cierto tono de voz. A no sonar “raro”, a no mirar “de más”, a tensarse cuando algo parece “demasiado”, a no encarnar nada que se aleje del modelo masculino esperado. Y todo eso se acumula. Cada movimiento corregido, cada gesto reprimido, cada lágrima tragada… se archivan. Se convierten en una coreografía involuntaria que bailamos sin pensar. La masculinidad no sólo se impone con palabras; también se graba en los huesos.
Crecí reprimiéndome mucho. Sentía que estaba actuando, como si siempre tuviera que tener puesta una armadura que no era mía. La masculinidad me parecía un disfraz pesado, que se me caía apenas estaba solo. Pero al mismo tiempo, sabía que no podía dejar de ponérmelo. No era sólo una cuestión de género– también era cuestión de deseo. Una intuición temida. Y entonces el disfraz servía para protegerme, no sólo de los demás, sino también de mi mismo.
Eventualmente, dejé de ser niño, y me convertí en hombre. Ahora, hoy en día, estudio sociología. Y si algo me han enseñado mis estudios académicos, es que el género no es algo que simplemente se es– es algo que se hace. En mi primera clase de sociología universitaria, el profesor nos enseñó que “gender is nothing more than a performance. It is not given, it is taught, and it is performed every day”. El género no es más que una actuación. No es algo que se da, es algo que se enseña, y se actúa cada día. Se actúa mediante la manera en la que uno se viste, en la que uno se comporta, en la que uno interactúa con el mundo a su alrededor. Al aprender eso, por primera vez entendí que yo había estado interpretando un papel toda la vida. Me vi como un actor obediente, siguiendo el guión al pie de la letra, hasta que comencé a cuestionarlo. Hoy ensayo otros gestos, otros tonos, otras formas de ser hombre. No para reemplazar un guión por otro, sino para escribir el mío.
Ser un hombre bisexual, adulto y fuera del clóset, no ha significado consolidar una identidad, sino permitirme habitar mis contradicciones. El ser queer, por mucho tiempo, fue una herida que intenté esconder para parecer más hombre. De niño, aprendí que lo masculino no se mezclaba con lo femenino, y que amar a otros hombres– o incluso sólo admirarlos– era una forma de traicionar la idea de ser un proveedor, un jefe de familia, un patriarca– un “hombre de verdad”. Durante muchos años, pensé que mi sexualidad me restaba algo. Que mis gestos, mis dudas, mis maneras de mirar y hablar, me convertían en una versión rota de lo que se suponía que debía ser. Intenté actuar con dureza, caminar diferente, no hablar con las manos y callar cada parte de mí que temía delatara algo. Y aun así, siempre me sentía descubierto. Sin embargo, con el tiempo entendí que no era menos hombre por sentirme distinto. Que no ser heterosexual no me hacía más frágil: no es más que un hecho de mi biología, una realidad incambiable. A veces me sigue costando hablar con ternura, llorar frente a otros, o pedir un abrazo sin sentir vergüenza. Pero he aprendido que no hay nada más valiente que dejar que lo suave también tenga su lugar. En especial cuando el mundo te enseñó que no puedes tenerlo sin ser “maricón”. Hoy, sé que ser queer no me hace menos hombre. Me hace un hombre que resistió, sobrevivió, y se reinventó.
Amo ser hombre. No como un ideal abstracto, sino en las cosas pequeñas cotidianas: las risas de mis amigos cuando estamos cocinando juntos. El cuidado con el que doblo la ropa limpia, como me enseñó mi mamá. Las velas que prendo aunque esté solo en mi depa. Cuando alguien me agarra la mano y no la retiro, aunque me tiemble. Cómo abrazo y beso a la gente que quiero, sin prisa, sin miedo. En las palabras suaves que antes me habría tragado por miedo a sonar afeminado. Cuando me rompen el corazón y no escondo los pedazos, en su lugar dejándome desvanecer.
Amo ser hombre, y amo serlo a mi manera. Sin dureza impostada. Sin necesidad de comprobarlo. Sin que me apriete. Ser hombre ya no significa encajar en una figura que otros trazaron por mí, sino ser yo con calma. No necesito hablar más fuerte o ser más tosco, ni ocupar más espacio del que me corresponde. Puedo ser suave y puedo ser mío. Y eso, también, es ser hombre.
A veces me sorprendo hablando con mis amigos de lo que me dolía cuando era niño. A veces lloro viendo una película cursi y no me disculpo. A veces me miro al espejo después de bañarme con una toalla envuelta en la cintura, el pelo húmedo y una mascarilla puesta, y pienso: este también soy yo. Nunca imaginé que el convertirme en un hombre sería esto: deshacer lo que el miedo me enseñó. Todavía cargo con gestos que no me pertenecen, con silencios que aprendí demasiado pronto; pero con el tiempo he ido soltando algunos. Ahora, ya no soy el que actúa, sino el que permanece. El que cuida. El que se deja cuidar.