Mujeres bajo tierra, silencio en el fin del mundo

Hay libros que no se leen: se atraviesan. I Who Have Never Known Men de Jacqueline Harpman es uno de ellos. Desde la primera página, uno siente que está entrando en un territorio donde las palabras sobran y lo esencial ocurre fuera de toda explicación.

La historia es simple, casi minimalista: treinta y nueve mujeres encerradas en una habitación subterránea, vigiladas por hombres armados que nunca hablan. Entre ellas hay una niña —la narradora— que no sabe por qué está ahí, quién la puso en ese lugar ni qué hay afuera. Un día, de forma casi accidental, la puerta se abre y todas salen a un mundo que ya no existe.

Es un libro corto, apenas 180 páginas, pero en su brevedad concentra una sensación inmensa: la del vacío. El mundo exterior está desierto, sin señales de vida humana. No hay explicaciones, ni documentos secretos, ni teorías científicas. No hay gobierno opresor, no hay gran narrativa política, solo queda la humanidad reducida a sus últimos movimientos: caminar, buscar agua, comer, envejecer, morir.

El silencio como protagonista

La gran virtud de Harpman es su negativa a explicarlo todo. En cualquier otra novela habría flashbacks, documentos reveladores, confesiones dramáticas. Aquí no. Nadie sabe qué pasó y el libro no tiene prisa por inventar respuestas.

El silencio es tan protagonista como las mujeres. Nadie habla demasiado, no hay discursos ni revelaciones. El mundo ha terminado y la vida sigue, sin épica ni romanticismo. Y sin embargo, hay belleza en ese caminar lento hacia ninguna parte, como si el fin del mundo no fuera una explosión, sino un desvanecimiento.

La voz de quien no ha vivido

La narradora es la más joven del grupo. Nació poco antes del encierro, no conoció el exterior, nunca tuvo infancia, amistades, deseos. Crece en ese espacio cerrado y cuando sale al mundo vacío, su vida sigue siendo un enigma.

El título —I Who Have Never Known Men— es casi un lamento: nunca conoció la intimidad, el amor, la vida que para nosotros es normal. La humanidad se acaba y ella ni siquiera tuvo tiempo de vivirla.

Hay algo profundamente triste en eso, pero Harpman lo narra con una frialdad casi científica. No hay sentimentalismo ni emoción. El dolor está en lo que no se dice, en esa voz que mira el mundo con curiosidad y resignación al mismo tiempo.

Una humanidad sin hombres: símbolo y ausencia

Hay un detalle imposible de ignorar: en esta sociedad postapocalíptica, no hay hombres. La narradora es explícita: ella “nunca conoció a un hombre”. Crece sin padre, sin hermanos, sin relaciones románticas. Y esa ausencia no es casual: es—opino yo—el corazón simbólico de la novela.

Por un lado, muestra cómo la idea de humanidad ha estado siempre ligada a la idea de género. Sin hombres, las mujeres de Harpman ya no son esposas, madres o hijas: son cuerpos que caminan, que envejecen, que mueren. Son una comunidad sin futuro porque no pueden reproducirse, pero también sin pasado, porque la memoria colectiva estaba anclada a roles que ya no existen.

Al mismo tiempo, el libro sugiere que el poder y la violencia eran masculinos. Los únicos hombres que aparecen son los guardias silenciosos que las vigilan antes del fin del mundo. Están armados, son figuras de control, y desaparecen en cuanto la civilización colapsa. Es como si Harpman insinuara que, con la caída del patriarcado, no queda nada: ni opresión, ni deseo, ni siquiera lenguaje.

El hecho de que la narradora nunca conozca a un hombre es, entonces, doblemente trágico: no solo muere la humanidad, sino también la posibilidad de cualquier relación humana más allá de la mera supervivencia. Lo que desaparece no es solo el mundo exterior, sino también el amor, la sexualidad, la memoria de lo que significa ser humano con otro.

Distopía sin espectáculo

Vivimos rodeados de ficciones apocalípticas que explican demasiado: virus, guerras, meteoritos, gobiernos autoritarios. I Who Have Never Known Men es lo opuesto. No sabemos qué pasó, ni por qué, ni quién. Y en esa ausencia de respuestas está su fuerza.

Por eso es, también, tan poderosa la ausencia masculina. No se celebra ni se condena: simplemente está ahí, como una pieza más de ese vacío cósmico. El fin del mundo borra también la narrativa de género que siempre ha sostenido a la civilización.

El libro muestra que, al final, la humanidad podría desaparecer sin grandes discursos ni escenas heroicas. Simplemente un día ya no habría nadie y el mundo seguiría, indiferente. Como si la Tierra recordara que no nos necesita y nunca nos necesitó.

El paso del tiempo

Tras escapar, las mujeres caminan por un paisaje vacío buscando alimentos en supermercados abandonados. Comen enlatados, beben agua de lluvia, duermen en casas vacías. Poco a poco envejecen, enferman, mueren. No hay medicina, no hay hospitales, no hay futuro.

Una a una, las mujeres mueren. La narradora sobrevive a todas, convirtiéndose en la última humana. Y entonces la novela adquiere un tono casi metafísico: la humanidad termina en soledad, con una mujer que nunca conoció hombres, familia, civilización ni deseo. La última voz del mundo es una que no sabe qué era el mundo para empezar.

Lectura en clave existencial

La fuerza de Harpman está en lo que calla. Su libro no ofrece esperanza ni moralejas. No explica qué pasó ni qué significó todo. El fin de la humanidad ocurre con la misma indiferencia con que ocurre la muerte individual: sin respuestas definitivas.

Pero en esa indiferencia hay una pregunta subterránea: ¿qué somos sin relaciones, sin lenguaje, sin futuro? La comunidad femenina de Harpman, aislada, sin hombres y sin mundo, es un laboratorio de esa pregunta. La narradora no añora el amor porque nunca lo conoció. No sueña con el futuro porque no hay futuro posible. Su vida es pura presencia: caminar, beber agua, mirar el horizonte.

Por qué nos obsesiona tanto

En los últimos años, este libro de 1995 ha encontrado nuevos lectores, especialmente en redes sociales. Quizá porque, después de la pandemia, entendemos mejor ese aislamiento, ese silencio, ese miedo difuso. Pero también porque Harpman capta algo universal: la sensación de que la vida podría desvanecerse en cualquier momento y de que nuestras rutinas, nuestras prisas y nuestros dramas personales son, al final, increíblemente frágiles.

Harpman parece decirnos que la civilización —con todos sus avances, jerarquías y géneros— es frágil, accidental, contingente. Que bastaría un error, una catástrofe, una puerta que se abre tarde para borrar miles de años de historia y dejarnos en silencio, preguntándonos qué éramos antes de desaparecer.

El libro termina como empezó: con misterio. No hay grandes revelaciones ni respuestas finales. Solo queda el eco de una voz que, por primera y última vez, intenta contar una historia humana en un mundo donde ya no hay humanos.

Es un final que frustra a algunos lectores porque no ofrece cierre. Pero ahí está su genialidad: el mundo real tampoco da explicaciones. El universo no se detiene a contarnos por qué pasan las cosas. Y la literatura de Harpman, en su silencio y sencillez, imita esa indiferencia cósmica.

Lo que queda después

Al terminar I Who Have Never Known Men uno se queda con una mezcla de melancolía y asombro. No es una novela que busque entretener. Es una experiencia extraña: como mirar un paisaje vacío demasiado tiempo hasta que algo dentro de ti empieza a hacerse preguntas.

Harpman nos recuerda que la civilización es frágil, que la vida es corta, que el mundo no necesita espectadores para seguir girando. Y que, a veces, las historias más poderosas son las que no tienen explicación.

No es solo una novela sobre el fin del mundo: es una novela sobre la fragilidad de la memoria, del deseo, del sentido mismo de la vida…

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