La sombra discreta

Durante mi niñez siempre sentí que algo me apartaba de los demás. No era algo que pudiera nombrar con claridad, sino una sensación constante, como una sombra discreta que me acompañaba a todas partes. A veces se escondía entre mis juegos y sonrisas, detrás de mis ocurrencias y chistes, pero tarde o temprano regresaba para recordarme dudas, inseguridades y miedos que aún no sabía enfrentar ni mucho menos cómo nombrar. En medio de esa incertidumbre, lo único que aprendí fue a no preguntar por qué mi mamá se vestía de negro todos los días y a convivir con el eco de su llanto, guardando silencio por miedo a una respuesta que no estaba lista para escuchar.

Con el tiempo, esa respuesta llegó. Era solo una niña cuando mi mamá me sentó en la sala de mi casa y me dijo que mi papá había fallecido. Era pequeña, realmente no lo comprendía del todo. Recuerdo  que le pregunté: “¿entonces nunca va a regresar?”. Y con lágrimas en los ojos me respondió que no. Solo con el tiempo entendí que, en mi caso, regresar no significaba volver de un viaje o de una ausencia pasajera, sino la imposibilidad de conocer a alguien que se había ido antes, incluso de que yo hubiera llegado a este mundo.

Ese momento se aferró a mí, aunque al principio no entendía la magnitud de su significado… Fue la primera vez que me enfrenté a una ausencia imposible de llenar, una ausencia más allá de mi control y comprensión. Poco a poco, entendí que muchos de mis miedos, y esa sombra constante, nacían de esa pérdida silenciosa que había trazado mi historia incluso antes de que esta comenzara. 

Con los años, esa sensación de ser sentirme distinta me persiguió—como una sombra. No  podía ocultarlo del todo: se escapaba en mi forma de ser, en mi forma de llamar la atención cuando no hallaba cómo expresar lo que llevaba dentro. Se revelaba en mi conducta desafiante en el colegio, y en esa inquietud que parecía hablar por mí antes de que yo encontrara las palabras. Y así, confundían mi comportamiento con rebeldía, mi impulsividad con desobediencia y mi inquietud con falta de respeto. 

Ese miedo y esa sombra nublaron mis sueños y mis pasos. Pintaban vacíos, levantaban preguntas sin respuesta y me recordaban, una y otra vez, que había nacido con una ausencia tatuada en el alma. Con el tiempo aprendí a ignorarla como pude: Aprendí a reír cuando me tocaba, a secar mis lágrimas con fantasías y a construir una armadura tan firme que sería casi imposible que los demás vieran mis miedos. 

Aun así, la sensación de ser distinta persistía. Tropezaba con lo que a otros les parecía sencillo,  dejaba escapar impulsos que no sabía controlar y me estrellaba, una y otra vez, contra las matemáticas, ese idioma que parecía imposible para mí y que me recordaba mis límites con cada error.

Fue entonces, al entrar a 5F, cuando todo empezó a transformarse. Llegué sin saber qué esperar, sin imaginar que aquella maestra sería un espejo capaz de mostrarme talentos que yo misma nunca había reconocido. En sus ojos descubrí que la escritura podía ser refugio, un lugar donde volcar palabras que antes callaba y un pilar sobre el cual sostenerme. . Ella me enseñó a creer un poco más en  mí, a pedir ayuda sin miedo y comprender  que mi pasado desafiante no era señal de ser mala. Era simplemente una niña: inocente, perdida, pero buena. 

Con el tiempo comprendí que aquella sombra que me había perseguido no era un enemigo, sino un recordatorio silencioso de todo lo que había vivido y aprendido. Cada miedo, cada duda, cada lágrima guardada en secreto se convirtió en un hilo que tejía mi fuerza, mi resiliencia y mi sensibilidad. Aprendí que no se trata de desaparecer el dolor ni de ocultar mis imperfecciones, sino de reconocerlas, abrazarlas y permitir que me enseñen quién soy realmente.

Hoy miro a la niña que fui, con su miedo, su incertidumbre y su vulnerabilidad, y la abrazo con ternura. Esa niña sigue viva en mí, recordándome que está bien sentir, equivocarse y tropezar; que cada sombra que nos acompaña puede iluminar un camino si sabemos escucharla. Aprendí a honrar mis talentos, a confiar en mis palabras, en mi escritura y en la fuerza de mis sueños, incluso cuando parecían imposibles de alcanzar.

En mi mamá, que también cargaba su propia sombra y aun así  nunca quitó el dedo del renglón, aprendí que incluso en medio de las grietas más duras, pueden nacer las flores más hermosas: que siempre, sin importar los obstáculos que te presente la vida, hay espacio para renacer—incluso cuando todo parece perdido. En medio de la pérdida, del duelo y el dolor de haber perdido a tu compañero de vida y mejor amigo, me dejaste seguir creciendo en tu vientre y llegar al mundo, cada latido mío se convirtió en un reflejo de tu fuerza y amor incondicional. Y así te convertiste en ese farol en mi vida y en la de mis tres hermanos: Siempre el grito más fuerte en cada partido de soccer de mis hermanos, el aplauso más vibrante en los recitales de baile de mi hermana y la fuerza serena que me sostuvo incluso antes de nacer. Misión cumplida mamá, lo hiciste y lo haces increíble. Con tu sombra y con la mía, me enseñaste a ver que siempre hay lugar para la luz. 

En la complejidad de la vida, entre altos y bajos, he comprendido que no existe perfección, que las ausencias dejan cicatrices, pero también que cada cicatriz guarda una historia de aprendizaje y transformación. La sombra que un día me persiguió ahora convive conmigo, no para limitarme, sino para recordarme que soy más grande que mis miedos, que puedo sostener mi luz incluso en la oscuridad, y que, a pesar de pérdidas y vacíos, siempre hay belleza en el crecimiento, en la aceptación y en la ternura que nos damos a nosotros mismos.

Y así, entre sombras y luces, entre lágrimas y risas, voy caminando, aprendiendo a ser íntegra, fuerte y vulnerable al mismo tiempo. Aprendiendo que cada parte de mí merece ser escuchada, valorada y amada; que incluso en la ausencia, en el miedo y en la incertidumbre, puedo florecer y convertirme en todo lo que soñé y más. Porque la sombra sigue ahí, pero ya no me define: ahora camina conmigo, y juntos dibujamos un horizonte donde la incertidumbre se convierte en fuerza, y cada paso temeroso se transforma en coraje. Nunca te pude conocer, pero tu recuerdo invisible me acompaña en cada instante; me impulsa a vivir con valor, a vivir mi vida con autenticidad y a no darme por vencida. Te siento en mi pulso, en mis silencios y en mis alegrías, recordándome que todo lo que llevo dentro, cada emoción y cada paso, lleva tu esencia en cada fibra de mí, ardiendo como un fuego secreto que guía cada decisión, sostiene cada sueño y da rumbo a todo lo que soy y todo lo que seré.

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